El mapa de los anhelos(6)



El veredicto: es inexistente.

La comida transcurre entre conversaciones triviales y pausas demasiado largas tras cada frase, como si nos supusiese un esfuerzo pronunciar cada palabra. Nadie me pregunta dónde he pasado la noche; además, lo más probable es que ni siquiera se hayan percatado de mi ausencia. El único que intentó ponerme límites hace a?os fue el abuelo y le fue imposible seguir haciéndolo cuando cumplí la mayoría de edad.

—Iré a por la tarta. —Mamá se levanta.

Me pongo en pie y quito la mesa junto a los demás. Parecemos cuatro fantasmas mientras vamos del salón a la cocina y viceversa. Minutos después, mi madre coloca el pastel con una cobertura amarillenta de limón en el centro de la mesa y pone las velas. ?Alguien más está pensando ahora mismo que Lucy nunca cumplirá los treinta, los cuarenta o los cincuenta? Será eternamente joven en nuestra memoria y me pregunto si, cuando yo tenga la edad del abuelo, me resultará extra?o pensar en mi hermana mayor como en esa chica rubia que se murió pocos días antes de cumplir los veinticinco.

él sopla con fuerza y apaga las velas.

—?Has pedido un deseo, abuelo?

—Pues sí. —Coge el plato que le tiende su hija y hunde la cuchara en el gelatinoso pastel. Después, se la lleva a la boca y parece pensativo cuando a?ade—: En realidad, tengo algo que deciros sobre ese deseo. Me marcho a Florida.

—?Qué? —Mamá lo mira con incredulidad.

Puede parecer algo trivial, pero si hago memoria no recuerdo que el abuelo haya dormido fuera de casa ni una sola vez. Tampoco sé qué se le ha perdido en Florida.

—Un amigo me ha invitado a pasar una temporada en la ciudad. Creo que me irá bien un cambio de aires. Además, iremos de pesca. Siempre he querido aprender a pescar.

—Pero ?qué amigo, papá?

—McGregor, coincidimos en la división.

—Con todo lo que ha pasado, no creo que este sea el mejor momento para vivir una aventura. El médico dijo que tu corazón está débil y tienes el colesterol alto…

El abuelo se mete la cucharada de pastel en la boca y traga con tanta fuerza que cualquiera diría que acaba de zamparse un bocado de tornillos. Respira hondo y, a continuación, dice la frase más larga que le he oído pronunciar en toda mi vida:

—Rosie, hija, si no es ahora, ?cuándo? Mírame. Tengo casi ochenta a?os y hace décadas que no me ocurre nada interesante. Me he pasado media vida llorando por la pérdida de tu madre y el resto, sufriendo por la enfermedad de Lucy. He intentado ser un pilar firme para esta familia, pero abre los ojos: ella ya no está y la mejor forma de honrar su memoria es continuar adelante.

El abuelo engulle otra cucharada. A mamá se le llenan los ojos de lágrimas y se levanta de la mesa con brusquedad. Papá se disculpa con un murmullo casi inaudible y la sigue poco después. Se oyen voces a lo lejos y luego un portazo. El cumplea?ero y yo nos sumimos en un silencio cómplice.

—Parece que nos hemos quedado a solas.

—?Vas a comerte tu trozo de pastel?

—Sí —respondo—. Y, a propósito, creo que es un buen plan lo de Florida, aunque no sé si te imagino pescando. ?Sabes que los gusanos siguen vivos cuando los atraviesas con el anzuelo? Lo vi en un documental.

El abuelo sonríe levemente y después lanza un suspiro. Parece cansado mientras me observa en silencio comer una cucharada de pastel tras otra. Me considero una cirujana emocional brillante y a menudo cojo un bisturí mental para abrir el corazón de los que me rodean y ver qué tienen dentro, pero el abuelo Henry es un hueso duro de roer. ?Quizá tenga el corazón de piedra y necesite un maldito taladro para llegar hasta el fondo?, pensé en una ocasión. No es fácil saber qué está sintiendo cuando se le oscurece la mirada y se muestra ausente, a millas de distancia. Ha tenido una vida difícil y el alma se le ha ido arrugando mientras pasaba las horas en el taller, antes de jubilarse, tallando muebles o cachivaches de madera. El día que Lucy nos dejó fue como si una losa acabase de caer sobre él. Mi abuelo siempre había sido la isla a la que remar cuando te sentías a la deriva; pero, de pronto, lo vi envejecido y más taciturno que de costumbre.

Hasta el día de hoy.

Nos hacemos compa?ía y, pasado un rato, advierto que está nervioso. No es algo habitual en él debido a esa actitud reservada, pero sus dedos repiquetean sobre la mesa y aparta la vista cuando mis ojos buscan los suyos.

—?Qué ocurre? ?Te preocupa el viaje?

—No.

—Ya sabías que mamá se lo tomaría así —insisto, porque no es un secreto que Rosie ha pasado los últimos cuatro meses metida en la cama o delante del televisor, sin saber qué hacer tras la muerte de su hija; no concibe que el mundo siga girando ajeno a su dolor—. Pero llevas a?os cuidando de todos nosotros y creo que es el momento de que hagas lo que te dé la gana.

—Grace…

—Deberías comprarte un ba?ador.

—Tengo que darte algo.

—No te estarás planteando repartir la herencia antes de irte a Florida, ?verdad? Porque ya sé que estas semanas están siendo complicadas, pero pronto encontraré un trabajo que me dure más de un par de días…

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