Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(2)
Pasado un rato, me preparé un sándwich con los pocos ingredientes que quedaban en la nevera y me serví el segundo café del día, sin azúcar y frío. Estaba a punto de llevarme la taza a los labios cuando llamaron a la puerta. No era muy dado a recibir visitas inesperadas, así que dejé el café sobre la encimera de la cocina con el ce?o fruncido.
Puede que, si en ese momento hubiese sabido todo lo que arrastrarían ese par de golpes, me hubiese negado a abrir. ?A quién quiero enga?ar?
Jamás podría haberle dado la espalda. Y habría ocurrido, de todos modos.
Antes. Después. ?Qué más da? Tenía la sensación de que, desde el principio, fue como jugar a la ruleta rusa con todas las balas cargadas; estaba destinado a que alguna me atravesase el corazón.
Todavía sostenía el marco de la puerta en la mano cuando supe que aquello no era una visita de cortesía. Me aparté para dejar que Oliver, taciturno y serio, entrase en casa. Lo seguí a la cocina preguntándole qué había ocurrido. él ignoró el café y abrió el armario alto en el que guardaba las bebidas para coger una botella de brandy.
—No está mal para ser un martes por la ma?ana —dije.
—Tengo un jodido problema.
Esperé sin decir nada, aún vestido solo con el ba?ador que me había puesto al despertar. Oliver llevaba pantalón largo y una camisa blanca metida por dentro; el tipo de ropa que juró que jamás se pondría.
—No sé qué voy a hacer, no dejo de pensar alternativas, pero las he agotado todas y creo…, creo que te voy a necesitar.
Eso captó mi atención; principalmente porque Oliver nunca pedía favores, ni siquiera a mí, que era su mejor amigo desde antes de que aprendiese a andar en bicicleta. No lo hizo cuando vivió el peor momento de su vida y rechazó casi toda la ayuda que le ofrecí, no sé si por orgullo, porque pensaba que era una molestia o porque quería demostrarse a sí mismo que podía hacerse cargo de la situación, por difícil que fuese.
Quizá por eso, no titubeé:
—Sabes que haré cualquier cosa que necesites.
Oliver se terminó de un trago la bebida, dejó el vaso dentro del fregadero y se quedó ahí, con las manos apoyadas a ambos lados.
—Me han destinado a Sídney. Es algo temporal.
—?Qué cojones…? —abrí los ojos.
—Tres semanas al mes durante un a?o. Quieren que me encargue de supervisar la nueva sucursal que van a abrir y que vuelva cuando todo se estabilice. Me gustaría poder rechazar la oferta, pero, joder, me doblan el sueldo, Axel. Y ahora lo necesito. Por ella. Por todo.
Lo vi pasarse una mano por el pelo, nervioso.
—Un a?o no es tanto tiempo… —dije.
—No puedo llevármela. No puedo.
—?Qué significa eso?
No nos enga?emos, conocía muy bien las implicaciones que escondía aquel ?no puedo llevármela? y se me secó la boca en respuesta porque sabía que no podía negarme, no cuando ellos eran dos de las personas que más quería en el mundo. Mi familia. No la que te toca, de esa iba bien servido, sino la que eliges.
—Sé que lo que te estoy pidiendo es un sacrificio para ti. —Sí que lo era—. Pero es la única solución. No puedo llevármela a Sídney ahora que ya ha empezado el curso, después de que perdiese el anterior, no puedo arrancarla en este momento de todo lo que conoce, vosotros sois lo único que nos queda, y serían demasiados cambios. Dejarla sola tampoco es una opción; tiene ansiedad y pesadillas, y no está…, no está bien; necesito que Leah vuelva a ?ser ella? antes de que se vaya a la universidad este próximo a?o.
Me froté la nuca mientras imitaba los movimientos que Oliver había hecho minutos antes y abría el armario para sacar la botella de brandy. El trago me calentó la garganta.
—?Cuándo te marchas? —pregunté.
—En un par de semanas.
—La hostia, Oliver.
AXEL
Acababa de cumplir siete a?os cuando a mi padre lo despidieron del trabajo y nos mudamos a una ciudad bohemia llamada Byron Bay. Hasta entonces, siempre habíamos vivido en Melbourne, en el tercer piso de un bloque de edificios. Cuando llegamos a nuestro nuevo hogar, tuve la sensación de que era como estar permanentemente de vacaciones. En Byron Bay no era extra?o ver a gente caminando descalza por las calles o el supermercado; se respiraba un ambiente relajado, casi sin horarios, y creo que me enamoré de cada uno de sus rincones antes incluso de abrir la puerta del coche y golpear con ella al ni?o con cara de malas pulgas que, a partir de entonces, iba a convertirse en mi vecino.
Oliver llevaba el pelo despeinado, la ropa holgada y parecía un salvaje.
Georgia, mi madre, solía relatar ese momento con frecuencia, en las reuniones familiares, cuando se tomaba una copa de vino de más, diciendo que estuvo a punto de cogerlo y arrastrarlo a nuestra nueva casa para darle un ba?o de espuma. Por suerte, los Jones salieron justo cuando ella ya estaba sujetándolo por la manga de la camiseta. Lo soltó en cuanto comprendió que tenía enfrente la raíz del problema. El se?or Jones, sonriente y con un poncho manchado de pintura de colores, le tendió una mano. Y la se?ora Jones la abrazó, dejándola congelada en el sitio. Mi padre, mi hermano y yo nos reímos al ver la estupefacción que cruzaba su rostro.