Yerba Buena(9)



Lily se sentó junto a Dave, sujetándole la mano. Crystal y Jimmy se habían acurrucado bajo una manta. Sara se quedó de pie detrás de los demás, mordiéndose las u?as hasta que le sangraron. Entonces apareció el barco a la distancia, bajando el gancho y volviéndolo a subir. Los padres de Dave y de Annie estaban en el barco y Sara no sabía qué sería peor, si tener que entornar los ojos para poder verlo o si tenerlo demasiado cerca.

Esperaron a que el barco los pasara, pero no lo hizo. Se detuvo a varias casas de distancia, bastante cerca como para poder ver a la gente amontonada a un lado, mirando por la borda hacia algo que había debajo. El gancho gigante bajó, y Dave gimió y empezó a balancearse de adelante hacia atrás. ?Shhh, está bien, está bien?, le susurró Lily. Se oyeron llantos desde el barco, que atravesaron la distancia que los separaba. El gancho sacó a Annie del agua.



Los rostros de sus amigos, rojos, húmedos e hinchados. El pánico en los ojos de Dave, el vacío en los de Crystal. Lo mucho que se esforzaron Jimmy y Lily por consolar a los demás antes de que Jimmy corriera a un lado de la terraza para vomitar y Lily olvidara su número de teléfono al intentar llamar a casa. Sara se quedó quieta mientras todo daba vueltas a su alrededor. Los sollozos que habían atravesado el río. El arco que formaba el cuerpo de Annie, el agua que goteaba por su ropa y por su pelo.

Notó el sabor de la sangre y se dio cuenta de que se estaba mordiendo de nuevo el dedo. Se lo metió en el bolsillo.

Al hacerlo tocó un papel, doblado por la mitad. Lo sacó y lo desdobló. Vio el nombre de aquel muchacho por primera vez: Grant.

Grant con su coche que necesitaba un arreglo. El coche que podría llevarla lejos de allí. Lejos de la voz del padre de Lily, rezando por aquí y por allá. De los jadeos de Dave intentando tomar aire; cada uno de ellos era una pu?alada en su corazón. Lejos del abismo que se la tragaría, como cuando había perdido a su madre.

Vio a su padre con la mirada fija en el pasillo oscuro.

El dibujo que le había dejado para que ella lo encontrara, demasiado horrible como para comprenderlo.

No podía quedarse. No allí, en ese pueblo que le robaba a las personas.

Consiguió atravesar la casa para llegar hasta la puerta.

Todavía era temprano por la ma?ana. Tomó el bus hasta el hotel. Vio un Honda Civic junto a la carretera y, cuando se acercó lo suficiente para mirar en su interior, exhaló. Estaba ahí, todavía dormido, con las piernas flexionadas como una mu?eca de papel y la boca abierta.

Sara golpeó la ventana. él se sobresaltó, la vio y se sentó.

—Mi belleza necesitaba un descanso.

—Voy contigo —interrumpió ella—. Tenemos que marcharnos hoy.



Esperó a un lado de la carretera con la mochila mientras Grant hablaba con el mecánico.

—Tienen que acabar otro trabajo antes, así que tardarán unas horas —explicó cuando salió.

Sara no tenía unas horas. Sentía la necesidad de irse ya mismo, pero le había prometido dinero y tenían que ir a por él. Al principio pensó en Maureen. Sabía que su jefa le daría el dinero si lo necesitaba, pero también sabía que Maureen intentaría convencerla de que se quedara. Lily siempre tenía algo de efectivo porque trabajaba en la iglesia, pero a Sara se le antojaba insoportable volver a ver a sus amigos, con los rostros llenos de lágrimas en los que vería reflejado su propio corazón roto. Pensó que era posible que nunca más fuera capaz de mirarlos otra vez.

Así que eso era todo. Solo le quedaba una persona.

Condujo a Grant por la calle principal hacia otra calle más estrecha. Hacía mucho que no iba andando a casa de Eugene. Esperaba que lo que le había dicho acerca de ayudarla fuera en serio.

Cuando Sara era peque?a, su familia pasaba fines de semana enteros allí. Sus padres bebían cerveza en la terraza de Eugene mientras contemplaban el río, y Sara tomaba a Spencer de la mano y lo guiaba por los escalones de madera desde la casa de Eugene hasta la orilla de guijarros. Incluso antes de que naciera Spencer, a veces Sara y su madre se tumbaban en el muelle de Eugene mientras el sol les calentaba la piel.

Sara recordó todo aquello mientras se acercaba a la casa (las bandejas de aperitivos que preparaba la mujer de Eugene, las patatas fritas y las rodajas de melón) y se preguntó dónde habría ido ella después de la muerte de la madre de Sara, por qué no habría continuado siendo parte de su vida. Había llegado casi hasta el río junto con Grant. Sara no quería mirar. Se alegró de que apenas pudiera verlo detrás de los árboles.

La puerta se abrió y apareció Eugene, solo, como ella esperaba.

—Sara —la saludó entornando los ojos.

—Necesito ayuda —declaró ella.

—Pasa —le dijo—. Tú también, quienquiera que seas.

Entraron y Eugene cerró la puerta tras ellos. Las paredes de secuoya, la alfombra de pelo largo, las puertas corredizas de vidrio de la terraza. Sara sabía que le resultaría familiar, pero fue más que eso. Casi podía oír la voz de su madre. Podría haberse doblegado por el recuerdo.

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