Yerba Buena(7)



Sara lo miró y asintió.

—Bien —agregó él dándole unas palmaditas en la espalda.

En ese momento, las luces de un coche patrulla de la policía se reflejaron en la pared.

—Puto Larry —maldijo uno de los jugadores de cartas desde la ventana.

Sara oyó cómo se cerraba la puerta del coche y los pasos de Larry que subían por la acera. Los hombres se tensaron como hacían siempre que él pasaba. Habían crecido juntos, pero el uniforme de Larry los separaba.

El padre de Sara abrió la puerta, pero no lo invitó a entrar.

—?Qué puedo hacer por ti?

—Hola, Jack. Estamos buscando a una amiga de tu hija. Tengo un par de preguntas para ella.

—?Para Sara?

—?Está aquí?

El padre se hizo a un lado para dejarle sitio a Sara junto a él, en el marco de la puerta.

Sara respondió las preguntas del agente (cuándo había visto a Annie por última vez, si recordaba qué ropa llevaba puesta…). Se acordaba de todo, por supuesto; todavía le era imposible apartar la mirada de ella, incluso después de más de dos a?os juntas. Si Larry le hubiera preguntado por su relación, le habría dicho la verdad. No sabía por qué la estaban ocultando exactamente. Algunos chavales de la escuela habían salido del armario y no había sido tan horrible. Pero Annie y ella se habían acostumbrado al secretismo. Era algo sagrado entre las dos. Querían mantenerlo oculto.

—?Sabes si Annie estaba involucrada en alguna actividad riesgosa?

Annie a la luz de las velas, la marca del brazo. Tal vez debería contárselo. Pero podría no ser nada y Sara no tenía modo de saberlo con certeza.

—No —respondió esperando que Jack le creyera.

—?Algo de drogas?

No había sido nada. Sara negó con la cabeza.

Larry se volvió hacia Jack.

—?Tienes motivos para creer lo contrario?

El rostro de su padre permaneció impasible, el tono de su voz era tan firme como siempre.

—?Por qué diablos iba yo a saber algo de eso?

—Solo me estaba asegurando.

Larry se machó y el padre de Sara, Eugene y los demás abrieron otra ronda de cervezas. Sara fue a ver a Spencer en el piso de abajo. Seguía profundamente dormido. Agarró las llaves de repuesto del cajón de la cocina y se detuvo en la sala de estar.

—Necesito la camioneta un rato, ?vale?

Su padre asintió una sola vez.

—Ten cuidado ahí fuera.



Condujo un kilómetro y medio a través de la oscuridad hasta El Elefante Rosa. Eran demasiado jóvenes para entrar, pero de todos modos se reunían bajo el resplandor de los letreros de neón la mayoría de las noches. Aparecería, esperaría a que llegaran sus amigos con noticias y todo volvería a estar bien.

Mientras se acercaba, vio a Dave sentado en la acera con la frente sobre las rodillas. Lily lo rodeaba con el brazo, y Jimmy hablaba y hablaba como hacía siempre que estaba nervioso.

—Van a dragar el río —informó Dave cuando Sara los alcanzó.

Primero, lo único que vio fueron sus ojos hinchados, lo enfermo que parecía, el modo en el que una persona podía consumirse en el transcurso de unas pocas horas. Y luego, su boca. Tenía la misma forma que la de Annie y era igualmente suave. Sara pensó que tal vez podría cerrar los ojos, besarlo, volver a abrirlos y encontrárselo transformado en su hermana.

Luego preguntó:

—?Cómo?

—Van a dragar el río —repitió él.

Sara se presionó los ojos hasta que le dolió demasiado. Todavía estaban todos allí, bajo el resplandor rosa de la se?al de neón.

—No lo entiendo.

—Parece demasiado pronto, ?no? —comentó Jimmy. Se metió las manos en los bolsillos—. No lleva tanto tiempo desaparecida. No sé por qué lo hacen tan pronto. Creo que podría ser un error. Es decir, ?por qué ponernos en el peor de los escenarios? ?Estás seguro de que no se equivocan los hospitales?

—Van a dragar el río —repitió Sara.

Lily se secó los ojos y miró a Sara, que asintió, solemne.

Jimmy continuó:

—Tiene que ser un error. ?Cómo pueden estar tan seguros todos de que no está en algún hospital?

—Joder, porque estamos seguros, Jimmy —espetó Dave—. Hemos mirado por todas las putas partes. Estamos ciento por ciento seguros.

—Lo siento —se disculpó Jimmy—. Vale, lo siento.

Lily juntó las palmas de las manos y bajó la cabeza, susurrando una plegaria.



Tras la muerte de la madre de Sara, habían vuelto a casa. Ahora eran tres. Un ni?o que era poco más que un bebé y no podía ser consolado ante la más mínima tristeza: leche cuajada y tirada del vaso, un agujero en un calcetín, un juguete perdido… Un hombre que bromeaba y reía con sus amigos, pero que aullaba en su habitación por la noche con tanta fuerza que despertaba a sus hijos. Y una ni?a de doce a?os, tan tierna como andrajosa. Le dolía comer y le dolía tener hambre. Estar despierta hacía que se sintiera desesperada, pero los músculos le dolían por inercia.

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