Puro (Pure #1)(4)



—Me acuerdo de Freedle —dice—, pero no de ningún ratón gigante al que le gustasen los guantes blancos. —Se jura para sus adentros que algún día le mentirá al abuelo, aunque solo sea para que deje de sacar el tema.

?Qué recordaba de las Detonaciones? La luz brillante… como sol sobre sol sobre sol. Y se acuerda de que tenía la mu?eca en la mano. ?No era muy mayor para jugar con mu?ecas? La cabeza estaba unida a un cuerpo de trapo de color tostado y brazos y piernas de goma. Las Detonaciones provocaron una explosión de luz cegadora en el aeropuerto que nubló su visión antes de que el mundo estallase y, en algunos casos, se derritiese. Las vidas se enmara?aron entre sí y la cabeza de la mu?eca pasó a ser su mano. Y ahora, claro, la conoce porque forma parte de ella: sus ojos que parpadean cuando se mueve, las filas negras y puntiagudas que tiene por pesta?as, el agujero entre los labios de plástico donde tendría que ir el biberón, una cabeza de goma donde antes tenía el pu?o.

Se pasa la mano buena por la cabeza de mu?eca. Nota los surcos de los huesos de sus dedos por dentro, las peque?as subidas y bajadas de los nudillos, la mano desaparecida fusionada con la goma del cráneo de mu?eca. ?Y la propia mano? Al tocarla con la mano buena, le parece sentir la consistencia de la desaparecida. Así es como siente el Antes: está ahí, lo nota, en esa ligera sensación de nervios, solo superficialmente. Los ojos de la mu?eca se cierran; el agujero de los labios fruncidos está lleno de ceniza como si el propio juguete estuviese respirando también ese mismo aire. Se saca un calcetín de lana del bolsillo y cubre la cabeza de plástico: siempre lo hace antes de salir.

Si se queda más rato el abuelo empezará a contar historietas sobre lo que les pasó a los supervivientes tras las Detonaciones: luchas cruentas en lo que quedaba de los hipermercados SuperMart, los supervivientes quemados y contrahechos peleándose por un hornillo de cámping o un cuchillo de pesca.

—Tengo que irme antes de que cierren los puestos —dice Pressia. Antes de las patrullas nocturnas, en realidad. Va hacia donde está sentado el abuelo y lo besa en la mejilla, áspera.

—Al mercado solo. Nada de rebuscar —le advierte el abuelo que, a continuación, baja la cabeza y tose en la manga de la camisa.

Pressia piensa ir a rebuscar; es lo que más le gusta, coger trozos de cosas de la basura para elaborar sus creaciones.

—No, nada.

El anciano sigue con el ladrillo en la mano, pero ahora a ella se le antoja triste y desesperado, como quien admite su debilidad. Puede que fuera capaz de noquear al primer soldado de la ORS con él, pero no al segundo o al tercero, y siempre van en grupos. La chica tiene ganas de decir en voz alta lo que ambos saben: que no servirá de nada. Puede ocultarse en ese cuarto y dormir en un armario, puede sacar el panel falso en cuanto oiga el camión de la ORS en el callejón y echar a correr. Pero no tendrá adonde ir.

—No tardes mucho —dice el abuelo.

—No —responde Pressia. Y entonces, para hacerle sentir mejor, a?ade—: Tienes razón, somos unos afortunados.

En realidad no lo cree. Los afortunados son los de la Cúpula, que juegan a sus deportes de cascos abrochados, comen tarta, todos tan amigos… y sin creerse nunca motitas de ceniza arremolinada.

—Pues que no se te olvide, peque?aja.

Le vibra el ventilador de la garganta. Cuando estallaron las Detonaciones —fue en verano—, llevaba un ventilador eléctrico en la mano y ahora el aparato está con él para siempre. A veces le cuesta respirar porque el mecanismo de giro se queda atascado con la ceniza y la saliva. Algún día acabará con él, cuando se le acumule el polvo en los pulmones y el ventilador decida pararse.

Pressia va a la puerta del callejón y la abre. Oye un rechinar que casi parece un pájaro y después algo oscuro y peludo sale corriendo por unas piedras cercanas. Ve uno de sus ojos húmedos clavado en ella. Gru?e, despliega unas alas pesadas y romas y se impulsa hacia arriba, hacia el cielo gris.

A veces le parece oír el zumbido del motor de una aeronave allí arriba. Se sorprende a sí misma buscando en el cielo las hojas de papel que una vez lo llenaron… ?Ay, qué bonito lo contaba el abuelo, todo eso de las alas! Tal vez algún día haya otro Mensaje.

?Nada durará —se dice Pressia—. Todo está a punto de cambiar para siempre.? Puede sentirlo.

Mira hacia atrás de reojo antes de internarse en el callejón y sorprende al abuelo mirándola de esa forma en que lo hace a veces: como si ya se hubiese ido, como si estuviera ensayando la pena.





Perdiz


Momias

Perdiz está en la clase de historia mundial de Glassings intentando concentrarse. En teoría la ventilación del aula debe aumentar en función del número de cuerpos presentes, y unos estudiantes adolescentes —motores de energía revolucionados— pueden hacer que el ambiente de una estancia esté realmente cargado y caluroso si no se revisa el funcionamiento. Por suerte el pupitre de Perdiz no está muy lejos de una rejilla de ventilación del techo y es como si se encontrara bajo una columna de aire fresco.

La clase de hoy de Glassings versa sobre culturas antiguas. Lleva como un mes entero hablando de lo mismo. La pared frontal está cubierta de imágenes de Bryn Celli Ddu, Newgrange, Dowth y Knowth, las murallas de Durrington y Maeshowe…, todos ellos ejemplos de túmulos neolíticos que se remontan aproximadamente al a?o 3000 a. C. Los primeros prototipos de la Cúpula, en palabras de Glassings.

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