Puro (Pure #1)(143)



—Y tú me has salvado la vida —reconoce Pressia.

—Lo supe en cuanto te vi. A veces conoces a alguien y sabes que a partir de ese momento tu vida será distinta.

—Es verdad —concede Pressia; para ella ha sido así con Bradwell y Perdiz: no volverá a ser la misma.

La mujer de Ingership asiente y luego mira a Bradwell.

—Me recuerdas a un ni?o que conocí hace mucho, pero eso fue hace un mundo.

Lo atraviesa con los ojos, que se pierden, desenfocados en la distancia. Acaricia la suave tela de las cortinas y entonces desaparece por el pasillo.

Bradwell y Pressia se quedan a solas en la sala de operaciones. Pressia se vuelve hacía él, que la besa en los labios con ternura; el calor de su piel la embarga y siente la presión de sus labios cálidos sobre los suyos.

—Ahora te toca a ti prometerme que no vas a morir —le susurra.

—Lo intentaré —le responde Pressia. El beso parece ya un sue?o. ?Ha ocurrido? ?Ha sido verdad?

Y se acuerda entonces de la campana muda. Se echa la mano al bolsillo, la saca y se la tiende en la palma de la mano.

—Un regalo. Crees que va a haber tiempo pero luego no lo hay. No es mucho, pero quiero que lo tengas.

Bradwell la coge y la agita, pero no suena nada. Se la pega al oído y dice: —Se oye el mar.

—Me encantaría ver el mar algún día.

—Escucha.

Le pega la campanilla al oído y Pressia cierra los ojos. Un tenue amanecer se asoma por la ventana, siente su presión a través de los párpados. Oye un leve sonido de aire arremolinado: ?el mar?

—?Así suena?

—No, en realidad no. El verdadero sonido del mar no cabe en una campana.

Pressia abre los ojos y contempla por la ventana el cielo gris. El viento cargado de hollín se estremece y, acto seguido, oye la voz de Perdiz, que los llama a gritos por sus nombres.

Huele a fuego recién prendido: algo está ardiendo.





Epílogo


Están en medio de un campo en barbecho contemplando cómo se quema la granja. Cables delgados prenden como luminarias alrededor de la fachada de la casa y arrojan una luz brillante, y cada uno aviva el siguiente. A Pressia le parece que la casa es una tictac y que, en algún punto de la Cúpula, alguien ha pulsado el botón.

El fuego es eficiente y veloz. Se eleva en grandes columnas y en cenizas que suben en espiral. Las ventanas saltan en a?icos y las cortinas parecen bengalas al arder; hasta la toallita con sangre que había colgada por fuera de una ventana se ha volatilizado. El calor abrasante le recuerda a Pressia las descripciones que ha oído de las Detonaciones: sol sobre sol sobre sol.

Lyda coge con fuerza la mano de Perdiz, como si temiera que fuese a echar a correr de nuevo. ?O es él quien la agarra con fuerza con la esperanza de quedarse donde está?

Bradwell y Pressia están apoyados el uno en el otro, de cara al fuego, como una pareja a la que le hubiesen cortado la música mientras baila pero es incapaz de soltarse.

Il Capitano ha apartado el coche del porche y está con su hermano observando el fuego a través del parabrisas. Los soldados están parapetados al otro lado del vehículo para escudarse del calor. El cuerpo de Ingership se ha quedado en la casa, Il Capitano les ordenó a los soldados que lo dejasen allí. ??Un funeral sencillo!?, les ha dicho con una sonrisa en los labios, aunque Ingership nunca tendrá uno.

La única que mira hacia otra parte es la mujer de Ingership, Illia, que está de espaldas a la granja con la vista puesta en los montes remotos. Pressia contempla el perfil de su cara, cicatrizado y amoratado. La media se le ha quedado enrollada en el cuello, como un pa?uelo raído.

Aunque deberían irse, nadie puede moverse; el fuego los retiene.

El recuerdo de Pressia de ese día se difuminará; ya siente cómo en su interior se agolpan los detalles, en una lenta pérdida de hechos, de realidad.

Por fin se van extinguiendo las llamas por toda la casa, aunque lentamente. La mitad de la fachada sigue en pie, con la puerta abierta de par en par. Pressia da un par de pasos hacia el porche.

—No —quiere retenerla Bradwell.

Pero la chica echa a correr. No está segura de por qué lo hace salvo por un miedo abrumador que le hace tener la sensación de que está dejándose algo atrás, de que está perdiendo algo. ?Puede salvarse algo? Sube los escalones y se interna en el vestíbulo calcinado para luego entrar en el comedor. La ara?a se ha desprendido del techo y ha atravesado la mesa. Hay un hueco arriba y por debajo la ara?a semeja una reina caída sobre un trono ennegrecido.

La voz de Bradwell llega desde la puerta:

—Pressia, tenemos que salir de aquí.

La chica se acerca a la ara?a y toca los cristales cubiertos de ceniza. Tienen forma de lágrimas y están calientes. Gira uno hasta que lo desprende y, al hacerlo, le recuerda a cuando se coge una fruta de un árbol. ?Es que alguna vez lo hizo de peque?a? A continuación se desliza el cristal en el bolsillo.

—Pressia —le dice Bradwell con tacto—. Salgamos de aquí.

Pero ella sigue hacia la cocina, ya desmoronada, con rescoldos entre los escombros. Se vuelve y tiene de frente a Bradwell, que la coge por los hombros y le repite:

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