Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(3)



—Imagino que sois los nuevos vecinos —dijo la madre de Oliver.

—Sí, acabamos de llegar —mi padre se presentó.

La charla se alargó unos minutos más, pero Oliver no parecía demasiado interesado en darnos la bienvenida, así que, con cara de aburrido, vi cómo se sacaba del bolsillo un tirachinas y una piedra, y apuntaba con él a mi hermano Justin. Acertó a la primera. Yo sonreí, porque supe que íbamos a llevarnos muy bien.





LEAH

?Here comes the sun, here comes the sun?; la melodía de esa canción se repetía en mi cabeza, pero no había rastro de ese sol en los trazos negros que plasmaba sobre el papel. Solo oscuridad y líneas rectas y duras. Noté cómo el corazón empezaba a latirme más rápido, más sofocado, más caótico. Taquicardia. Arrugué la hoja, la tiré y me tumbé en la cama llevándome una mano al pecho e intentando respirar…, respirar…





AXEL

Bajé del coche y subí los escalones de la entrada del hogar de mis padres.

La puntualidad no era lo mío, así que llegué el último, como todos los domingos de comida familiar. Mi madre me recibió peinándome con los dedos y preguntándome si ese lunar que tenía en el hombro estaba ahí la semana pasada. Mi padre puso los ojos en blanco cuando la oyó y me dio un abrazo antes de dejarme entrar en el salón. Una vez allí, mis sobrinos se lanzaron a mis piernas, hasta que Justin los apartó tras prometerles una chocolatina.

—?Sigues con los sobornos? —pregunté.

—Es la única técnica útil —contestó resignado.

Los gemelos se rieron por lo bajo y tuve que hacer un esfuerzo para no unirme a ellos. Eran diablos. Dos diablos encantadores que se pasaban el día gritando ?Tío Axel, súbeme?, ?Tío Axel, bájame?, ?Tío Axel, cómprame esto?, ?Tío Axel, pégate un tiro?, y ese tipo de cosas. Eran la razón por la que mi hermano mayor se estaba quedando calvo (aunque él nunca admitiría que usaba productos para evitar la caída del cabello) y por la que Emily, esa chica con la que empezó a salir en el instituto y que terminó convirtiéndose en su mujer, se había refugiado en la comodidad de vestir mallas y sonreír cuando alguno de sus reto?os le vomitaba encima o decidía pintarrajearle la ropa con rotulador.

Saludé a Oliver con un gesto vago y me acerqué hasta Leah, que estaba delante de la mesa puesta, con la mirada fija en el dibujo de la enredadera que surcaba el borde de la vajilla. Alzó la vista hacia mí cuando me senté a su lado y le di un codazo amistoso. No respondió. No como lo habría hecho tiempo atrás, con esa sonrisa que le ocupaba todo el rostro y que era capaz de iluminar una habitación entera. Antes de que pudiese decirle algo, mi padre apareció sosteniendo una bandeja con un pollo relleno que dejó en el centro de la mesa. Ya estaba mirando a mi alrededor consternado cuando mi madre me tendió un bol con un salteado de verduras. Le sonreí agradecido.

Comimos sin dejar de hablar de esto y de aquello; de la cafetería de la familia, de la temporada de surf, de la última enfermedad contagiosa que mi madre había descubierto que existía. El único tema que no se tocó fue el que flotaba en el ambiente por mucho que evitásemos prestarle atención.

Cuando llegó la hora del postre, mi padre se aclaró la garganta y supe que se había cansado de fingir que no ocurría nada.

—Oliver, muchacho, ?lo has pensado bien?

Todos lo miramos. Todos menos su hermana.

Leah no apartó los ojos de la tarta de queso.

—La decisión está tomada. Pasará rápido.

Con gesto teatral, mi madre se levantó y se llevó la servilleta a la boca, pero no pudo ocultar el sollozo y se alejó hacia la cocina. Negué con la cabeza cuando mi padre quiso seguirla y me ofrecí a calmar la situación.

Suspiré hondo y me apoyé en la encimera junto a ella.

—Mamá, no hagas esto, no es lo que necesitan ahora…

—No puedo evitarlo, hijo. Esta situación es insoportable. ?Qué más puede pasar? Ha sido un a?o terrible, terrible…

Podría haber dicho cualquier mierda como ?no es para tanto?, o ?todo se arreglará?, pero no tuve valor porque sabía que no era cierto, ya nada podía ser igual. Nuestras vidas no solo cambiaron el día que los se?ores Jones murieron en aquel accidente de tráfico, sino que pasaron a ser otras vidas, diferentes, con dos ausencias que estaban siempre presentes con fuerza, como una herida que supura y no llega a cerrarse nunca.

Desde el día que pusimos un pie en Byron Bay, habíamos sido una familia. Nosotros. Ellos. Todos juntos. A pesar de todas las diferencias: de que los Jones amanecían cada día pensando solo ?en el ahora? y mi madre pasaba cada minuto preocupándose por el futuro; de que unos eran artistas bohemios acostumbrados a vivir en la naturaleza y otros tan solo conocían la vida en Melbourne; de los síes y los noes que se alzaban a la vez ante una misma pregunta; de las opiniones contrarias y de los debates que duraban hasta las tantas cada vez que cenábamos juntos en el jardín…

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